La verdad es que este tema de la evaluación me provoca escozor. He tenido la tentación de contaros una milonga y aseguraros que mi modo de evaluar es impecable y, de hecho, si acudís a mis programaciones, cada una de la unidades didácticas está coronada con múltiples herramientas de evaluación: observación directa, entrevistas, portafolios, rúbricas, pruebas objetivas y subjetivas, guías de evaluación, exámenes. ¿Soy un mentiroso? Pues, a veces, pienso que estoy cometiendo una traición. Y la traición la comento porque, en el fondo, pienso que esta cuestión de la evaluación es crucial para terminar de una vez por todas con el dichoso fracaso escolar pero, al mismo tiempo, me dejo llevar por una tradición: la tradición por imitación. Porque, después de todo, ¿cuál fue mi formación pedagógica?, pues una mínima; consistía más en cumplir una serie de requisitos que en formarte seriamente como docente. De modo que la evaluación consistió, desde entonces, en la imitación de aquello que habían hecho con nosotros en el colegio, en el instituto y en la universidad: exámenes. Con el tiempo, lógicamente, comencé a preocuparme y ocuparme de temas que tenían que ver con la práctica docente; me interesaban mucho y, de hecho, intenté, y en muchos casos logré, tener éxito en muchas de las cosas que aprendía. Pero hay dos que se me resisten: el trabajo colaborativo y la evaluación. Cuando hablo de evaluación no me refiero en modo alguno a la calificación. Por supuesto que he usado rúbricas y evidencias, incluso la coevaluación y la autoevaluación; he procurado tener presentes los estándares y las competencias; innovar, en definitiva, pero, desde luego, no de una manera sistemática. En gran medida, siento que lo he hecho a escondidas, sin el consenso de mis compañeros. Me siento torpe, como un novato ante un experimento importante del que sospecha que no va a salir bien. Claro que he leído sobre el tema, es más, participo del entusiasmo contagioso con el que hablan los expertos que avalan las múltiples ventajas de su aplicación. Pero cuando lo hago yo, me ofusco, creo que algunos alumnos me engañan (por otro lado, esto también es lógico: ellos están habituados a la calificación, no a a la evaluación), que el procedimiento no funciona, que me falta experiencia. Y, entonces, me rindo y vuelvo a la calificación. Estoy convencido de que calificar, reducir a un número el éxito o el fracaso de un aprendizaje es, en cierto modo, un fraude y que deberíamos desterrar esa práctica cuanto antes. Pero hay un gusano en el pensamiento que siempre te recuerda que lo que hacemos es calificar, y que en las sesiones de evaluación es de eso, de lo que se va a hablar. Es más, inventamos un algoritmo para convertir las calificaciones en evaluaciones por competencias. Estoy convencido de que la mayoría de mis compañeros desearían como yo evaluar en vez de calificar pero, como a mí, les faltan recursos, certezas, apoyos.
Foto de Jeswin Thomas en Pexels