Mi compañero de habitación agitó su tenedor en el aire como si estuviera dándole una estocada a la persona con la que se batía en duelo. Había furia en su mirada y la luz de la habitación arrancaba destellos a las púas del tenedor y a los ojos de Tristán.
Demetrio Suárez era el hombre que había ofendido a Tristán. Era un tipo desagradable, de piel cetrina y rostro enjuto. Guardaba en las arcas del banco local una fortuna inmensa. Su riqueza le había convertido en un hombre despreciable; creía que podía comprar todo con el brillo de la plata, incluso el amor.
Se habían citado para la siguiente madrugada en el Bosque de los Racimos, un lugar oscuro y húmedo que guardaba la sangre de muchas ofensas dirimidas a golpe de estoque bajo la hojarasca putrefacta de su suelo. La hora convenida era las cinco de la mañana. Al duelo acudirían los contendientes junto a tres testigos y criados con faroles.
Tristán no era muy inteligente pero sí leal y generoso. Su fina compostura y la elegancia de sus palabras encantaban a cualquier jovencita que le escuchara. El lunes anterior, Suárez se cruzó en su camino y lo salpicó con el veneno de su arrogancia. Aquel lunes, Tristán charlaba animadamente en la terraza de un conocido café de moda con su última conquista: Teresa Lazárraga, la hija de un adinerado importador de especias, té y café. Teresa era tan bella como apuesto lo era Tristán, y se miraban con embeleso cuando él le recitaba sus versos de amor y ella suspiraba conmovida con la dulzura de sus palabras. Pero la mentira sembró de amargura el campo de la felicidad cuando Suárez se cruzó en la vida de aquellos jóvenes. Enfebrecido por la belleza de Teresa y sabiéndose feo y despreciable decidió que era mejor destruir su felicidad que abrarsarse al no poder conseguir el amor de Teresa. Así decidió enviar la llave en un sobre.
Cuando Teresa abrió el sobre que le entregó el criado y vio la llave, supo que tenía que acudir a aquella dirección en la calle de las Hilanderas. Su juventud, y lo intrigante del mensaje que acompañaba la llave despertaron en ella el deseo de conocer al misterioso personaje que firmaba la misiva.
Se presentó aquella misma tarde. El edificio estaba situado en un barrio alejado donde las mujeres, mal vestidas, se afanaban en toda suerte de labores. En la esquina de la casa, una de ellas limpiaba con esmero una botella verde que cayó al suelo rompiéndose en mil esquirlas cuando Teresa la rozó con su elegante capa roja. Aquella ruda señora se levantó furibunda dispuesta a plantar cara a aquella remilgada señorita del centro de la ciudad. La pelea estaba a punto de iniciarse.
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