El almirante se levantó y bramó desde su sitio:  —¡Mañana mismo entablaremos batalla! ¡No podemos perder! Superamos al enemigo en número y capacidad destructiva.
La idea de atacar a los franceses al día siguiente hizo que a Beltrán se le erizaran los pelos de la nuca. Era su bautismo de fuego y le aterraba la posibilidad de morir en el combate. El otoño se había adelantado. Aún era agosto pero el frío se había adueñado del ambiente. Los días eran desapacibles, y eso hacía que la atmósfera del campamento fuera aún más triste de lo que cabía esperar. Beltrán dormía en la última barraca, la que estaba más cerca de los abrevaderos y las cuadras de los caballos.
A Beltrán le gustaba jugar a los naipes con su compañero Lesmes. Luis Lesmes era gallego pero había perdido su acento melifluo con el paso del tiempo y ahora hablaba un castellano vigoroso salpicado de palabrotas.
Aquel día, la tarde antes de la batalla, Lesmes y Beltrán jugarían al perro rojo con Padilla y Cruz, dos soldados malencarados que siempre buscan pelea. Además, de bravucones eran sucios y tramposos. La gabardina de Cruz estaba cubierta de lamparones y escondía, en sus bolsillos interiores, naipes trucados para usarlos cuando fuera menester.
Padilla, en cambio, llevaba en el bolsillo derecho de su gabán una artilugio hecho con un tenedor de aluminio que había robado a la tienda de la intendencia. El tenedor trucado era un arma silenciosa pero efectiva en el caso de que las cosas se pusieran feas durante el juego.
Beltrán tenía ganas de jugar y de beber; de emborracharse y perder el conocimiento. Más aún, perder la vida antes que ir a morir bajo las balas en aquella batalla repugnante. Solo pensar en ponerse en camino al día siguiente le revolvía las tripas, y el vómito acudía a la boca de su estómago. Quería beber hasta morir y jugar hasta perder la noción del tiempo. La furia interior le cansaba mortalmente.
Lesmes caminaba a su lado en silencio. Sabía que su amigo estaba sufriendo un colapso interior, por eso no le preguntaba nada. Simplemente lo acompañaba en el paseo hacia el barracón donde se jugaría la partida. Llovía; no mucho, pero las gotas eran tan gruesas que le mojaban a uno entero en un santiamén. Ni siquiera el viejo paraguas que los protegía era capaz de frenar la potencia de aquellas gotas. De vez en cuando le pasaba una botella de un fortísimo aguardiente para que fuera ahogando su miedo y alentando su furia.
—Luis, —dijo Beltrán— quizá deberíamos ir a la capilla y confesarnos. El capellán está hoy allí seguro. Es domingo. Mañana lunes podría ser nuestro último día—. Lesmes se agachó, cogió una piedra del suelo; un canto irregular, lleno de aristas. Lo apretó primero en su puño y luego contra su pecho. Después lanzó el brazo hacia atrás para coger impulso y arrojar el pedrusco con toda la fuerza de su alma contra la capilla del campamento.
—¡Maldito el capellán y su negro confesionario! —bramó con toda el alma.

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